Él es celestial. De una forma sutil en que te hace pensarlo tan ajeno al mundo. Como si este mismo ni siquiera lo mereciera. Y no lo merece. Es un cielo. Y no por su bondad —que la es mucha— sino porque le miras y te recuerda que puedes volar. Porque él es el tipo de personas que te hace querer tanto su imposibilidad al lado de la tuya, que serias capaz de dejarte hasta la piel si eso significa que puedes quedarte a su lado. Es el equilibrio perfecto entre lo que es real y lo que no. Es todo lo que yo no pedí, en un buen sentido. Porque ni siquiera habría podido imaginarle tan único, tan suyo. Todo en él es genuino y bello, hasta la tristeza se vuelve guapa y que ganas de besársela. Él es todo lo que no sabía que me hacía falta. Entiende mi fragilidad, mis roturas, mi oscuridad como una extensión más de mí de quien soy y no como una consecuencia, huellas de quienes me habitaron. Con él yo recuerdo la caricia, el abrazo, la tibieza y me voy olvidando lo que era tener frío. Quizás no sea un adivino, pero hoy para mí él tiene todas las respuestas.